lunes, 28 de octubre de 2013

LA CARNE DESPIERTA



El pasado viernes 18 de octubre, se presentó en Madrid, en el espacio de arte Ra del Rey, la antología La carne despiertapublicada por Gens Ediciones , que reúne 19 relatos eróticos. 

Los autores participantes son: Isabel González, Ana Tapia, Tere Susmozas, Hugo García, Patricia Figuero, Manuel Dorado, Sara Medina, Jaume Vidal, Susana Camps Perarnau, Ignacio Jáuregui, María Ángeles Paniagua Olmedillas, Marisol Torres, Eva G. Vellón, Javier Quevedo Arcos, Eduardo Cano, Iván Teruel Cáceres, Jorge Dionisio López, Adrián Gualdoni y Marisa Mañana

Os dejo un breve extracto de mi relato incluido en el libro, titulado "De felinos y cánidos primigenios": 


Ella sigue desnudándolo: le quita los zapatos, le da besos fugaces en el pecho, le desabrocha el cinturón, le pasa la lengua por el meridiano del torso, le baja los pantalones, incorpora su cuerpo, jadea alternativamente en sus dos oídos y le da un mordisco leve en la mandíbula, mientras palpa con suavidad la erección de Bruno. Se va deslizando hacia abajo, lentamente, sin apartar la mirada de sus ojos vendados, como si él pudiera verla. En el recorrido descendente se demoran sus labios y su lengua: dejan un rastro heterogéneo de saliva, ternura y ansiedad contenida. Bruno siente de pronto en su sexo un hormigueo líquido y circular, vertical a ratos, un émbolo blando. Su piel, desde ahí, parece cuartearse y mudar. El tiempo borra sus contornos. Y todo se confunde. Placer y palabras. Otra vez la voz templada de ella, casi frágil de nuevo, en uno de sus oídos: ¿eres tú?, dime que eres tú, llevo mucho tiempo buscando. Y ella, de pronto, desnuda, perfecta, sinuosa, encajada en el pubis de Bruno, medio irreal y medio salvaje, sus caderas convertidas en un vórtice. Y su voz, goteando de nuevo: yo te enseñaré, perro, yo te enseñaré a no impacientarte, a bordearlo, a buscarlo esperando. 


miércoles, 9 de octubre de 2013

EL RELIEVE DEL TIEMPO

A mi madre

Manejamos dos conceptos en apariencia desacordes: lo impactante y lo superficial. En principio, resulta difícil asumir que algo impactante no sea profundo, pero esos dos conceptos confluyen en la siguiente imagen: una madre que ha acompañado a su hijo hasta la sala de urgencias de un hospital se desmorona de pronto sobre una silla, se dobla como un muñeco, descompone su rostro y estalla en un llanto convulso al que acuden algunos médicos y enfermeras con palabras tranquilizadoras.
Esa es la imagen, pero desprovista de la perspectiva que nos interesa, en la que concurren los dos conceptos planteados al inicio. La perspectiva es la mirada del hijo de diez años, quien, desde la camilla, entre un horizonte de batas blancas, estetoscopios y cables de tensiómetro, vislumbra el derrumbe de su madre, algo que, por supuesto, no espera. El impacto en el ánimo del niño resulta indiscutible. Y sin embargo, la memoria almacena la imagen en dos dimensiones. La tercera, la dimensión ausente, se relaciona con otro factor decisivo a partir de ahora: el tiempo. Porque esa falta de profundidad de la que hablamos tiene que ver con un recorrido inconcluso, con aquello que todavía tiene que ocurrir. Así que tiempo y memoria se alían en esta ocasión para conservar liso un recuerdo.
Pero el tiempo es un fluido incesante y para entender mejor lo que aquí se cuenta hay que hacerlo avanzar. También se requiere un cambio de punto de vista y otra confluencia de conceptos. O lo que es lo mismo: es necesario viajar hasta otro hospital y contemplar otra escena en la que convergen esos dos nuevos conceptos planteados ahora: la falta de costumbre y el sentimiento de culpa. Ambos se concentran en la pregunta que una enfermera le formula a un padre. ¿No le das un beso? Porque el padre, el joven padre, que ha acompañado a su bebé recién nacido por pasillos y ascensores sin dejar de fijarse en todos los tubos y vías que tiene conectados, y que durante todo el recorrido ha ido con la mano derecha agarrada al reborde de la cuna, cuando ha llegado a la puerta del quirófano ha hecho ademán de ir hacia la sala de espera. Y entonces la pregunta, ¿no le das un beso?, que certifica la falta de costumbre, apenas un día, y dispara la culpa, que atraviesa al padre. Así, traspasado por ese sentimiento, se acerca a su bebé y entre la maraña de tubos le da un beso en la mejilla.
Esa acción queda sedimentada en la conciencia del padre. Y activa algo que ya no va encontrar freno. Avanza, ahora sí, por el pasillo hacia la sala de espera. Y a la vez que avanzan sus pasos, el tiempo se pone en paralelo y acomete el último tramo de su recorrido por hacer. El padre, el joven padre, llega a la sala de espera, en la que no hay nadie. Permanece de pie y mira al frente. Pero no ve nada, porque la vista se le va de pronto hacia dentro. Y se ve a sí mismo inclinado hacia su bebé para darle el beso que se le olvidaba darle. Y en ese momento el tiempo completa su ciclo. Y en apenas unas milésimas de segundo deshace su camino de veinte años y lo rehace inmediatamente. Y en esa ida y venida fulgurante, el tiempo invade la memoria, y de allí rescata imágenes, las sacude, las revuelca, las actualiza. Imágenes como el derrumbe de su madre en aquel otro hospital. Imágenes que dejan de ser planas y se convierten en una galería infinita de infinitos recovecos. Así que tiempo y memoria confluyen ahora en la misma intersección donde están la vista y la conciencia del padre, que permanece asomado a la escena en la que él se inclina sobre su bebé. Entonces se activa un resorte profundo. Y el padre se desmorona de pronto sobre una silla, dobla el cuerpo como un muñeco, descompone su rostro y estalla en un llanto convulso al que solo acuden sus manos. Sus manos desconsoladas.