miércoles, 27 de febrero de 2013

UN PELDAÑO TRAS OTRO


Un súbito desconcierto se apodera del joven repartidor al llegar al tercer descansillo: habría jurado que el piso de la entrega era un segundo. Sigue bajando. Llega al cuarto descansillo. El desconcierto aumenta. Pero sigue bajando. Se suceden descansillos. El tiempo difumina sus límites. Y el ánimo del repartidor evoluciona a tramos: del vigor a la inercia, de la inercia a las dudas, de las dudas al hastío, del hastío al inesperado sosiego. Las piernas le flojean. Por fin alcanza el portal. Al salir ve a una anciana. Parece como si lo esperara. La abraza. Aspira el olor curtido de su cuello. La besa. Y empiezan a pasear cogidos de la mano. 

domingo, 10 de febrero de 2013

LO INNOMBRABLE

         Mis ojos se asoman a la nada. Y sin embargo, desde ese vacío todo parece reordenarse: cuatro franjas de un paso de cebra, un frío intenso en la mano que sujeta el cigarrillo y una sensación de estar enraizado en el eje del mundo. Ingrávido. O más bien hueco. Porque siempre hay algo que trasciende. Incluso el dolor.
            El movimiento nervioso de los perros, olfateando las hierbas con insistencia, me devuelve a la inmediatez de mi entorno. Los observo. Oliendo, meando, cagando. Y pienso en que son pura instancia fisiológica. Y el mundo, la vida, también son eso: un organismo que funciona, una necesidad inaplazable de oler, mear o cagar. Algo físico. Algo químico. Algo que no se puede retener.
            Mi cerebro viaja con vértigo hacia atrás. Y rescata la imagen de Carlitos cuando teníamos cinco años, vestido con unos pantalones cortos, de pie en medio de la clase, súbitamente paralizado, mientras los demás lo mirábamos desde la justa distancia del asco. Se me quedó profundamente grabado el revoloteo de las moscas alrededor de sus piernas, por donde la mierda se le escurría. También somos eso: un esfínter incontenible. Porque la parte orgánica de nuestra existencia tiene válvulas de escape: lo que no es propio no puede ser almacenado por mucho tiempo. Se rechaza y se expulsa.
            Pero la naturaleza humana hace posible la confluencia entre lo fisiológico y lo trascendente. Esa confluencia que se da de manera violenta en un sentimiento salvaje y expansivo. Algo muy parecido a una necesidad física. Aunque no lo sea. Y como no lo es, nunca se llega a satisfacer del todo. Porque es un anhelo primario que está detrás de los sentidos, detrás y en paralelo, engarzado en la propia esencia de las cosas, conectado a los ritmos del universo y de la vida. Lo más parecido a la felicidad, sin embargo. Lo más parecido al miedo, también. Y al otro lado, lo innombrable. 
            Pierdo de vista a uno de los perros. Miro a través de la noche y lo ubico a unos cien metros, olfateando obstinado unas hierbas. Silbo. Lo llamo. Grito. No hace caso. Voy hacia él y, cuando llego a su altura, le doy una patada: “¡Puto perro, cuándo coño vas a obedecer!”. El perro gime y se escabulle. Y pienso: el dolor físico también tiene una válvula de escape: las cuerdas vocales. Pero el otro dolor. El otro jodido dolor. El dolor que trasciende. El dolor que no tiene válvula de escape porque no es orgánico. El dolor que no es propio y se debería poder expulsar. El dolor que está en el reverso de la felicidad, en el reverso del miedo. El dolor que convierte la existencia en un puto cuerpo eviscerado. 
            Ato a los perros y me encamino hacia casa. Al llegar, los dejo en el garaje y me dirijo a la mesa de centro del comedor, donde se amontonan vasos y botellas. Me sirvo un trago y me enciendo un cigarrillo. Me siento en el sofá. Observo las carátulas de los DVD que apilé hace días en la repisa de la chimenea. Me levanto. Enciendo la chimenea y aguardo a que las llamas ganen vigor. Me vuelvo a sentar. Apuro el trago. Espero. Mientras tanto, reúno el valor suficiente y me convenzo de que la plenitud y el vacío son las dos caras de la trascendencia, que no se puede eliminar una sin prescindir de la otra. La felicidad y el dolor, al fin y al cabo. La felicidad y el dolor que trascienden. Me levanto otra vez, alcanzo el montón de los DVD y los arrojo al fuego. Creo que estoy llorando, aunque ya me cuesta distinguir. Lloro mientras observo cómo el plástico de las carátulas se enrosca y se funde en las llamas. Vuelvo al sofá. Continúo llorando, ahora sin lágrimas. Me sirvo otra copa y, al devolver la botella a la mesa, me doy cuenta de que hay una carátula vacía allí encima, la del DVD que todavía está en el reproductor: el vídeo de su primer cumpleaños. Me levanto, cojo el reproductor, lo desenchufo y lo lanzo al fuego. A continuación, salgo al jardín. Y empiezo a gritar su nombre desesperado, como si la noche fuera a devolvérmelo.