Los niños jugaban a atrapar la luz, mientras los perros olisqueaban con obstinación sus pantorrillas churretosas. Había en esa escena una triste plasticidad. O una extraña armonía. Porque a cada salto de los niños en busca de los rayos que se filtraban en el recinto, a cada chillido de emoción, los animales se apartaban sobresaltados. Pero enseguida regresaban a su pertinaz tarea, como si pudieran alimentarse de los olores que desprendían las piernas de los pequeños. Y entonces el grupo se recomponía para volver a romperse después.
Al atardecer volverían los estruendos, el miedo, el olor a pólvora, los gritos, las balas, la sangre, el dolor, el fuego, la pena, la pena, la pena; y yo, de nuevo, tendría que enfrentarme a sus lágrimas para decirles que si no sacrificábamos otro nos moriríamos de hambre.
**La versión anterior no me acababa de convencer, y tras los comentarios de Jesus y Gabriel, después de pensarlo mucho, decidí intentar rehacer el micro. Cuelgo una nueva entrada porque los cambios son sustanciales y si modificara la entrada anterior los comentarios no se corresponderían con el texto.